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El milagro de fumar. La Tabacalera

Publicado: 2010-10-14

Está claro. Muy pocas veces coincide el escenario que uno se ha imaginado con el que después encontrará tal vez sentado y discutiendo alegres acuerdos y desacuerdos. En realidad nunca y menos aún si son nulas las veces que uno se ha visto allí. Y yo no tenía por qué hacerlo pero allí estaba. Sin aún entenderlo, creo, estaba ya en el segundo piso. Corría. No tenía la más mínima idea de dónde estaba pero corría. Primero por la izquierda y luego hacia la derecha y luego otra vez girar derecha. No es mi tendencia pero por allí andaba en ese momento. Iba contra el tiempo, debía salir corriendo y el espacio era precioso. Imposible haberlo imaginado. En el piso el polvo acumulado por décadas se enfrentaba efusivo a cada uno de mis pasos y dudas. Al frente todo oscuro, a los lados un poco más. Atrás, aún no sé por qué, todo mucho más claro. Las paredes antiguas, bellas, esperaban pacientes una suave caricia, a que me perdiera entre ellas, pero yo debía seguir corriendo. Llevaba en las manos un bolso de cuero negro enorme, con una computadora personal dentro, y también dos grandes manojos de cuerda negra y gruesa que debía entregar a una amiga que en alguna parte me esperaba. Ya me había dicho el vigilante, quien me abrió la red que impide el paso al segundo piso, que vaya primero a la izquierda y después todo de frente. Entonces le dije que muchas gracias, que volvería en cinco minutos. Él me respondió que esperaría allí, que no podía dejar la red cual telaraña abierta. Y así se incrementó mi necesidad de hacerlo todo ya. A la izquierda. Al frente. Nada. Más oscuro. Terrorífico. Hermoso. Sólo una vez me detuve para decidirme si atravesar una pared u otra u otra detrás. Por allí parecía ser. Una puerta y detrás algo más oscuro. Veinte o treinta lavatorios impecables. Un espejo enorme en el que quise ni verme. El baño era impresionante y yo debía seguir corriendo. Intacto creo me quiso mostrar en segundos que allí miles de trabajadores habían orinado, conversado, lavado las manos mientras tal vez se iban quejado del trabajo o de la noche anterior de juerga y su dolor de cuerpo. Aún era posible oír o imaginarlo, sin riesgo a error, pero debía seguir corriendo. Ok, esto debe conducir a otro lado, pensé, ya ni recordaba cómo volver, pero debía ir hacia el frente y a la izquierda. Cuarenta metros y atravesé todo el baño. Otro pasadizo, otro hueco donde antes debió haber una puerta, seguir, ya no importaba, y allí, una nave entera, abierta de luz. Por fin. Quizá quinientos metros cuadrados divididos en tres espacios igual de majestuosos que conservan la historia en polvo y latigazos de madera. Y debía seguir corriendo. Y entonces estaban allí, esa tarde casi noche tuvieron que subir para poder colgar un ecran gigante que caería hacia uno de los patios traseros de lo que hoy es La Tabacalera. Enorme y gratificante centro social autogestionado que en un principio no encontraba el día para poder visitar. ¿Por qué? Ni idea. Pero allí estaba, corriendo, alegre, sorprendido. Apurado. Agitado. Sucio. Dando largos saltos. Perdido y encandilado. Sosteniendo el bolso y las cuerdas. Ya había visto por distintos canales algunas fotos, videos, textos y el enorme esfuerzo que depositaban los que gestionan este centro, entre ellos una amiga, y cómo iba cada día transformándose el lugar que el ministerio les ha cedido temporalmente. Me dijeron que no me perdiera una muy buena exposición fotográfica pero no fui. Me alejaba entonces de tanta libertad, de tanto atrevimiento. No sé por qué. Y una noche la encontré. La Tabacalera. Barrio de Lavapiés. Se utiliza sólo la primera planta y los bajos. Suficiente para decirse laberinto aprovechable. Al entrar te encuentras con la típica escalera ancha. Siete escalones. Después a la izquierda otros, a la derecha otros. Al centro, después de siete pasos y una cortina de plástico gruesa, un patio muy grande. La nave sur que tiene a la izquierda una rampa que baja y después a la derecha mucho más y quizá al frente más. Quizá por eso algunos apenas se refugian en la barra de la cafetería, a la derecha. Entras y después de unos segundos serán muchos niños los que verás correr, skaters que entran y salen en dirección a las rampas que se encuentran quinientos metros más allá. Detrás. Habitación. Escalera. Abajo. Derecha. Izquierda. En un hangar. Al lado del huerto. Familias enteras, turistas, edades todas y razas casi todas. Así es este barrio, en el que debes convivir con patios y pasadizos, talleres de tango o español o la tienda de ropa gratis o una charla sobre copyleft. Ese día corrí. Había ido para conversar sobre la editorial del centro y terminé corriendo, involucrado en uno de sus miles de proyectos. Hermoso. Recuerdo que ese día no hice esperar más de cinco minutos al vigilante ni perdí la cena de aniversario que tenía. Crecieron mis esperanzas de hallar en esta pequeña ciudad una cada vez más grande y conjunta. Más París. Más Berlín me dicen. Más integral y real. Sin tener que discutir qué entiende uno por realidad. Sin darme cuenta de que empecé entonces a comprender, a ir dibujando cada uno de los pasos por los que desde aquí estoy viajando. Caminando.

Pasadizo 452

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