Tony2
Decidimos entrar. Venga, las dos últimas copas y a casa. Veinte segundos, treinta pasos y al frente, sentados en uno de los sofás de terciopelo rojo, estaba contagiando ya con el swing en las manos un centroamericano de unos 55 años y a su lado un amigo suyo, de Europa del Este, algo menor. Conversaban un poco en silencio, entretenidos, a ratos escondidos, bebiendo a largos tragos y el más joven preocupado en todo momento por mantener la espalda recta y el rostro inexpresivo. Guapo era. Lo sabía y buscaba demostrarlo con la decencia y cadencia con la que movía las manos y el rostro cuando bebía. A un lado y de pie, dos señoras de unos 50 años iban examinando la escena que empezaba a desperezarse. Dos minutos más tarde una de ellas, con la que bailaba no recuerdo qué, algo preocupada me decía que debía cortarme el pelo porque parecía de los 70. Que no gustaba mucho. Pero mi atención en ese instante la tenía contenida en dos chicas que a unos cincuenta centímetros, de 23 a 28 años, bebían las copas de ron que el camarero de camisa blanca y pajarita negra y chaleco negro y de unos 60 años les acababa de colocar en la también pequeña mesa de vidrio y metal. Buscaban el momento para bailar, sólo reían y acompañaban algunas miradas con bella espontaneidad. Creí entonces saber cuál era la fiesta que se estaban montando. Éramos tres. Eran las cuatro y treinta y siete de la mañana. Dos vodkas y un ron. Italiana, alemán y peruano era lo que respondíamos cada vez que alguien se acercaba a preguntar de dónde éramos. Cuatro veces quizá lo repetimos entre sonrisas y por supuesto ellas fueron las primeras en añadirse al cóctel. Nos dijeron que era más que atractivo que en el sofá que encontramos para descansar hubiese tanto color, tanta tonalidad al hablar, tanta confusión. Y nosotros bailábamos juntos. Aquí. Diez metros más allá. Separados. Mientras el centroamericano, que no estaba enamorado y que era profesor universitario, cantaba feliz en la barra una cumbia. Estábamos en el Tony. Un piano bar que se deja abierto hasta las siete de la mañana para todo aquel que después de las dos de la mañana o tres quiera tener la opción de participar en esta pequeña reunión de jóvenes hechos de piedra, sal y ron. Eso sí. Las gafas anchas de sol, camisa a cuadros y pantalón jean que portaban dos publicistas madrileños también son bienvenidas. Lo supimos cuando Ivana, la italiana, tenía entre sus manos la tarjeta de una vidente que debía ir a visitar en pocos días. Lo supimos cuando Christian, el alemán, nos dijo a qué agencia de publicidad pertenecían aquellos tropicales chicos de no más de 30 años. Habíamos decidido estar treinta minutos y disfrutar de ellos, nada más, pero el ambiente, a menudo espeso por el humo de los cigarros, distraído y pegajoso, se entrega tan confiado y absorbe tan bien cada mala onda que a cada uno de nosotros nos fue difícil obviarlo. Era eso. En ochenta metros cuadrados se definía una integración fresca. La nubosidad de lo que se piensa, se dice, la confusión que a diario se genera en la superficie madrileña aquí se escondía en el bolsillo y también se manifestaba y se disfrutaba. La falta de discreción era un aliciente, un criterio que no existe, que hizo que no sólo allí la actitud y el abandono hacia la sencillez confesaran algunas intenciones. Se diluían en un par de copas las distancias transitorias. Estar por Chueca, cuando ya casi todo ha cerrado y quieres aún luz interior, es muchas veces satisfactorio y más divertido que una carrera de coches en la que arengas a rabiar por un piloto nacional.